Cuando Jerez fabricaba lápices: la primera fábrica de España y su historia olvidada

Por Acheron, el vampiro errante del vino
El tiempo no me toca, pero el vino… el vino aún me embriaga.
Hace siglos que dejé de ser humano. Recuerdo vagamente mi última noche como tal: una fiesta en la calle Francos, un tabanco iluminado por velas, y un vino tan oscuro como la eternidad que me aguardaba. Desde entonces, camino entre sombras, delgado como un lamento, con mi traje victoriano desgastado por los años, pero siempre impecable… como la memoria de los lugares que amo.
Y entre todos ellos, hay dos ciudades que se me clavan como estacas dulces en el pecho: Jerez de la Frontera y Nueva Orleans.
La distancia engaña: hay un lazo invisible entre Jerez y Nueva Orleans
A simple vista, Jerez de la Frontera y Nueva Orleans parecen mundos aparte: una ciudad andaluza de patios encalados y vino centenario, frente a una urbe americana tropical, mestiza y ruidosa, abrazada por el Mississippi. Sin embargo, ambas comparten algo que no se ve en los mapas: una memoria cultural profunda, tejida con raíces similares —dolor, mezcla, música, rito y resistencia.
A veces, al beber un viejo oloroso en la oscuridad de un tabanco, puedo oír en la copa el eco de los barriles cruzando el océano. En el siglo XVIII, cuando Nueva Orleans aún hablaba en español, el vino de Jerez surcaba el Atlántico como un perfume embotellado, destinado a los paladares criollos que buscaban en cada sorbo una patria perdida.
Yo mismo bebí sherry con un caballero criollo en un burdel de Bourbon Street —él no sabía que era mi última copa como humano. El Sherry Cobbler, con sus notas dulces y su frescor de hielo picado, fue mi entrada a un mundo que vibraba con música y muerte, como Jerez en Semana Santa.
He danzado —en sombras, claro— en patios jerezanos donde el cante jondo rompía la madrugada. Y también he deambulado por los callejones de Nueva Orleans donde el jazz emergía como un conjuro de las entrañas.
Flamenco y jazz… ¿no son acaso hermanos separados al nacer? Ambos surgen del cruce, de la opresión, del grito. Gitanos, negros, moriscos, criollos, pobres, exiliados… almas heridas que encontraron en la música su única forma de permanencia.
La bulería y el swing tienen ese mismo ritmo que no sigue el reloj: sigue el corazón roto.
En Jerez, la muerte camina envuelta en capirotes y se arrastra con el redoble de un tambor. En Nueva Orleans, baila con sombrero blanco y trompeta. Dos visiones de la misma eternidad.
Yo, que he cruzado muchas veces la línea entre la vida y lo que viene después, os digo: estas ciudades no temen morir, porque saben resucitar en cada esquina. La fe no está en los altares, está en el pueblo. En la procesión, en el jazz funeral, en el vino compartido.
Las ciudades que más amo —y créanme, he visto muchas en estos siglos— son aquellas que no reniegan de sus mezclas, sino que las celebran como hechizos. Jerez y Nueva Orleans no son una sola cosa: son muchas a la vez.
Europeas, africanas, americanas, gitanas, indígenas. Hablan con varios acentos, cocinan con todas las manos, tocan instrumentos que lloran y ríen al mismo tiempo. Son ciudades donde la historia no se estudia, se canta. No se lee, se baila. No se olvida, se bebe.
Aún me verás, si prestas atención. A veces en el Tabanco El Pasaje, otras en la Calle Nueva, quizás en el zaguán de un patio con olor a albero y uva vieja. Acheron, el vampiro, sigue caminando por Jerez, con una copa en la mano y Nueva Orleans en la memoria.
Porque la muerte no es final para quien ha amado dos ciudades que arden por dentro, suenan por fuera y se beben como un buen vino: con respeto, con deseo y con alma.
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